La Revista de Vega de Santa María Literatura de la Vega

 

RAP DE LA VEGA

Este es el Rap de la Vega
Este es el Rap que ahora llega
Este es el Rap con el que juega
Toda la gente que no es ciega

“Mandas en tu casa
y en la de tu vecina
Mandas a tu suegra
y hasta tu sobrina
Pero…
¡En mi casa no mandas tú!
¡En mi casa no mandas tú!
Mandas en la iglesia
y en la religión
Mandas en las tumbas
y en la procesión
Pero…
¡En mi casa no mandas tú!
¡En mi casa no mandas tú!
Mandas en los obreros
y mandas al peón
Mandas al Ayuntamiento
y en la Corporación
Pero…
¡En mi casa no mandas tú!
¡En mi casa no mandas tú!
Mandas en los vecinos
y los veraneantes
Mandas en todo el pueblo
como se hacía antes
Pero…
¡En mi casa no mandas tú!
¡En mi casa no mandas tú!”

Y este es el Rap de la Vega
Que canta ahora mi colega
Con la verdad que no niega
Cuando llueve o cuando nieva

DOS NUEVAS NOVELAS

Autor Javier Jiménez

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LOS PELOTARIS DE LA VEGA

Autor Javier Jiménez

A Jesús, Miguel y Daniel
va este poema mío:
¡Los más grandes pelotaris
que en la comarca ha habido!
Conocidos en la provincia
en los lugares vecinos
no había en Castilla frontón
donde fueran desconocidos.
Por su forma de jugar,
por sus grandes desafíos,
por las ganas de ganar
por el respeto al vencido.
En bicicleta montados
van de frontón en frontón
nadie los ha ganado
¡Es un trío campeón!
Cuentan por victorias
toda su intervención
¡Otro partido ganado!
¡Otro reto superado!
¡Otro trofeo de honor!
El nombre de la Vega
por esta tierra han llevado
ganando cada partido
la victoria han paseado
y han sido reconocidos
pues la fama siempre llega.
Deporte de competición
de estos hombres abnegados
que los retos han superado
jugando de exhibición.
Eran más que tres amigos
que juntos han conseguido
y vosotros sois testigos
la honra en cada partido.
 
Tenían brazo, fuerza y ganas
cuando toca devolver
la pelota fuerte atrás
o matarla y resolver.
Adelante las corrían,
siempre las ganaban
nunca las perdían,
todas las devolvían.
Las cruzaban y cogian
mantenían la tensión
no había pelota perdida
el tanto era campeón.
 
Jesús, Miguel y Daniel
eran un trío afamado
que a la Vega han llevado
a gran reconocimiento
al mas alto momento.
Del deporte caballeros
con donaire y gallardía
con brío y prestanza
con garbo y bizarría.
Aquí mi admiración,
aprecio y gratitud
reconocida su virtud
con esta evocación
a los tiempos grandiosos
¡aquellos tan gloriosos!


Como el pan.

Autor Carlos Fernández

Un pitido fino como una navaja atravesó la noche, y los vagones verdes y grandes del expreso, semejantes a ballenas estremeciéndose, comenzaron a alejarse camino de Madrid. En la pared lateral de la estación solitaria, bajo una bombilla viuda, apareció un nombre: Sanchidrián, y en el andén vacío quedaron tres chavales en su primer viaje consciente sin padres, educadores y esas cosas.
El pueblo estaba algo retirado, y entre la estación y el horizonte había un páramo oscuro, silencioso, y una brisa fresca, a pesar de ser agosto.
Uno de ellos, que pongamos se llamaba Carlos, conocía bien la infinitud de la llanura castellana, descubierta de crío cuando sus padres, como tantos asturianos, decidieron comprar una casa en León, para saber en qué diablos consistía aquello que llamaban sol. Y allí disfrutaba de las noches mareantes de Castilla, con una población infinita, imposible, de estrellas.
Por eso aquella noche de agosto en Sanchidrián, mientras esperaban por el R-12 verde del padre de su amigo José María aprovechó para escrutar de nuevo el cielo. Y buscó la Estrella polar, de la que contaban que marcaba el Norte, aunque nunca la encontraba.
Don Octavio, el padre de José María, pertenecía a una profesión envidiable: la de los ferroviarios, que eran algo así como marinos de tierra. Vivía en Oviedo, pero mantenía en Vega de Santa María, en la provincia de Ávila, la casa de sus padres, y se había escapado unos días, con otros compañeros, a cazar. Y había invitado a la chavalería.
Dos luces se empezaron a acercar a la estación. Eran los focos del R-12 que venía a buscarlos. A don Octavio lo acompañaba otro de los cazadores. Al volver al pueblo, mientras los chavales miraban expectantes la oscuridad que los envolvía, el padre de José María preguntó al otro:
-¿Conociste el panizo? Ya nadie lo cultiva.
-Oí hablar de él, pero nunca lo vi.
-Era un cereal con la planta parecida al maíz, pero que en lugar de mazorcas tenía espigas, y se usaba como alimento de los animales y para hacer gachas, y también pan, que era perfumado, moreno, muy sabroso.
A Carlos le gustaban las palabras, y aquella -panizo- nunca la había oído. Y le encantaba el pan. Con el paso de los años, Carlos supo que aquel cereal extraño, con cuerpo de maíz y fruto como el trigo, se había cultivado desde siempre no sólo en Castilla sino también en Galicia y en su Asturias, hasta que fue arrastrado por las panoyas poderosas del maíz recién llegado de América.
Los botánicos lo llamaron Setaria itálica, y se sembraba a voleo alrededor de mayo, y en la primera mitad de agosto ya estaba listo para cosechar, por lo que quedaba la tierra libre para otro cultivo. Salvo limpiarlo de cenizo, sólo en alguna ocasión, no tenía más labores. Se cosechaba con foz haciendo atados que se dejaban descansar tres o cuatro días. Después se desgranaba. La planta, ya limpia, era un alimento excelente para el ganado.
Milagrosamente su cultivo se mantiene aún en algunos rincones del Principado. El que esto escribe pudo descubrirlo en el pueblo de Capdevila de Rengos, en Cangas del Narcea, gracias a la magnanimidad de Segundo Collar, un entusiasta de la agricultura biodinámica, una mañana de agosto. Y fotografió sus semillas, valiosas y escasas como pepitas de oro. Degaña e Ibias son otros lugares donde todavía pervive.
Al producir una harina panificable pero sin gluten, el panizo, cereal poco exigente en calidad del suelo y bien adaptado al clima de Asturias, es hoy, de nuevo, una especie de interés.
La carretera, estrecha y solitaria, iluminada por los faros amarillentos, se elevó levemente. En la parte de arriba apareció un cementerio, con la portilla de hierro oxidado, y detrás la iglesia grande, solitaria. Un poco más allá estaba el pueblo. Una de las casas de la plaza era la de don Octavio. Entraron por un portalón grande de madera vieja. Mientras los chavales deshicieron su equipaje en el dormitorio, el padre de José María calentó una buena olla de sopa castellana. Fredy, el tercer chico en discordia, y famoso por la capacidad proverbial de su estómago, tragó con urgencia dos platos.
-¿Quieres más? -le preguntó sonriente el padre de José María
-Si se puede...
El tal Carlos recordó toda su vida, entremezcladas, aquella sopa exquisita y la palabra panizo, el cereal desaparecido en medio de la noche.
En el pueblo había más chavales, la mayoría pasando el verano, todos conocidos de José María, lo que permitió que los de Oviedo se uniesen sin dificultad a los locales y con ellos descubriesen el sabor de la aventura robando sandías -recuerdo que siempre turbó al tal Carlos cuando se hizo hombre mayor-, y algo que le dejó mucha más huella: los primeros temblores de la sensualidad ante el cuerpo inalcanzable de una de las chicas de aquella panda.
Todos los días se iba al río, que no estaba lejos. Carlos no supo muy bien lo que le sucedió, pero de pronto descubrió el ahogo al verla a su lado -morena, con el pelo en cola de caballo- brillándole la piel mojada, preguntándole sonriente, abierta, si en Oviedo tenían río. Su traje de baño le marcaba unos senos incipientes, de piel tostada, al igual que el cuello, los hombros, y las piernas bruñidas resaltadas por el agua.
Un cuerpo oloroso, moreno y sabroso. Así debía de ser el pan hecho con panizo, pensó Carlos. Y en aquel instante lo alcanzó una electricidad nueva, desconocida, que lo empujaba a probar aquel pan, aquella chica morena y mojada. Pero si alguna característica abundaba en Carlos era la timidez, por no decir el pánico. Durante los días de Vega de Santa María sintió las fiebres de la atracción, los topetazos del corazón cada vez que la veía, pero no se atrevió a contárselo.
Hoy este escribiente ni siquiera posee el nombre de aquella chica de piel apetecible y sabrosa como el pan hecho con harina de panizo.
Quizá ella recuerde alguna vez al extraño zanquilargo tartamudeante de mirada ovina que vivía en una ciudad que no tenía río.


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Libro de cuentos de Vega de Santa María, 2ª parte

Transcribimos aquí dos de los cuentos que podrás encontrar en el libro " Otros cuentos de Vega de Santa María. Otras historias de mi pueblo"

El Canto de los Valientes

Al pequeño Carlitos le encantaba jugar con los soldados de plástico. No paraba de inventar batallas y contiendas en el salón de su casa, entre ejércitos de colores diversos. Su padre le contaba historias de su paso por el servicio militar, le enseñaba el escalafón de mandos y la estructura de los ejércitos, lo que aumentaba el interés del niño, aunque siempre pedía alguna historia de más acción. Esta vocación de Carlitos, le llevó al padre a que conociera el mundo militar y le habló de un relato, que está muy relacionado con su pueblo de Vega de Santa María y de los héroes que ha dado esta tierra.
Cuenta la historia que en la primavera del año 1521, el señor Juan Arias Dávila, de nobiliaria familia leal y fiel al Rey Carlos I de España, cuando acudió a luchar contra los Comuneros de Castilla, pasó por estas tierras, siguiendo el Camino Real hacía Valladolid, al frente de los ejércitos del Emperador, de los que era Capitán.
Se adelantaban al paso de sus huestes por los pueblos que recorrían, camino del campo de batalla, unos soldados que al toque de tambor en la puerta de las iglesias y plazas de los pueblos, en lo que se conocía como “caja de recluta”, invitaban a alistarse para la lucha al servicio del Rey, a los mozos que voluntariamente se prestaban a ello, a cambio de un sueldo o soldada.
Eran en aquella época del siglo XVI, hasta veintiuna las familias de la Vega que labraban las tierras del Rey y pagaban impuestos como pecheros. Mucho era el trabajo y poco el rendimiento, nula la propiedad de la tierra, pues pertenecía a la Iglesia y el futuro no aventuraba progreso labrándola, después de tantas penurias para sacar adelante a la familia y criar con pobreza a los hijos, por lo que el único escape hacia adelante y modo de ascenso social que tenían los jóvenes labriegos, era alistarse en el ejército o emprender carrera religiosa.
Dice la leyenda que como la fidelidad y el afán de servicio, han sido siempre valores arraigados en estas tierras, poco dudaron un puñado de valerosos muchachos del pueblo, en acudir a la recluta para formar parte del ejército del Emperador don Carlos I de España, que camino de tierras vallisoletanas, iba a participar en la batalla del campo de Villalar contra los levantiscos Comuneros.
Igual procedimiento ocurría en aquella primavera, con los mozos de los pueblos cercanos de Velayos y Blascosancho y del desaparecido poblado de Saornil de Adaja.
Una vez inscritos en las filas del ejército, esperaban la llegada de las tropas a las que se sumarían nuestros valientes, que habían decidido luchar en el bando Real, contra los disconformes seguidores de Juan Bravo, Juan de Padilla y Francisco Maldonado.
Numeroso gentío de los pueblos cercanos, se agrupaba en la confluencia de los tres términos municipales, el de Vega de Santa María, con Velayos y Blascosancho, donde una piedra de regular tamaño, ponía límite a esas tierras: Era el lugar acordado para que se realizara la incorporación a filas de los jóvenes.
Alertados por el toque de trompetas y parchear de los tambores, que avisaba de la pronta llegada de los ejércitos del Rey, subiendo por el Camino Real que conducía hacía Valladolid, con gritos y vítores se recibía a la comitiva y con lágrimas contenidas, se expresaba el dolor de la partida de los hijos, seguros y orgullosos de su espíritu de entrega, de su ánimo de servicio y de su valor y brío en la lucha.
Llegado el momento, los jóvenes se incorporaron a la marcha de los soldados y se alejaron para vencer en la batalla que ahora se recuerda el 23 de abril de cada año.
Y desde entonces, al lugar donde se concentraron las gentes de estos pueblos, en el límite de sus términos municipales, para despedir a sus muchachos, valerosos antepasados nuestros, que resultaron victoriosos en la batalla de Villalar, se le conoce con el honorífico y honroso nombre de “Canto de los Valientes”.
Dos años más tarde, en 1523, el Emperador Carlos I de España, nombró reconociendo sus méritos de guerra, Conde de Puñonrostro, a su leal y fiel capitán don Juan Arias Dávila, a cuyo servicio lucharon contribuyendo a la victoria, aquellos anónimos soldados procedentes de estos pueblos.
Uno de aquellos jóvenes que se alistaron en las fechas que se cuentan en este relato, fue el conocido como don Lope de Vera, natural del hoy despoblado Saornil de Adaja, que alcanzó gran fama por sus éxitos militares, luchando con el Gran Capitán en tierras italianas, destacando cuando fuera capitán de artillería, en la batalla del Río Garellano.
Este fue uno de los valientes a los que hace mención el sitio conocido como “Canto de los Valientes” y así deseamos que siga por mucho tiempo.
Desde entonces, Carlitos centró sus juegos, imaginando que él era uno de esos valientes, que acudía a la llamada del Rey para defender a su pueblo.
No dice la ciencia, si la vocación de este niño, viene de la leyenda genética de aquellos héroes, pero si podemos estar seguros conociendo la historia, que la herencia de entonces, es nuestro presente de hoy.

 

El oso del Pozo de las Pilas

Hace ya algún tiempo y nuestros mayores aún recuerdan lo que os relato, venían a Vega de Santa María, unas familias procedentes de los Balcanes, allá por Bosnia y Turquía, que se dedicaban a la exhibición de fieras y al mundo del espectáculo, para ganarse la vida o sobrevivir con unas monedas con las que premiaban sus malabares.
Venían en carromatos tirados por mulas, cubiertos con telas y lonas, de las que asomaba una chimenea para la salida de los humos de su humilde cocina. Traían jaulas para los animales adiestrados, que exponían y mostraban sus habilidades al público: un oso amaestrado, un mono, una cabra y un perro danzarín.
La llegada al pueblo, despertaba una curiosidad tremenda entre los niños, que corrían gritando: “¡Qué vienen los húngaros!”
Aparcaban su caravana en cualquier solana del pueblo, preferiblemente en las afueras, sin molestar mucho al vecindario.
Después, para hacer notar su presencia y anunciar su espectáculo, las mujeres adornadas con llamativos abalorios y coloridas vestimentas, iban callejeando, danzando y bailando, mientras tocaban un pandero y cantaban algunas coplillas, llamando la atención de todos por su espectacular belleza y el descaro con que se mostraban:

Húngara soy señores,
de la tierra del sol
que no hay pueblo en el mundo,
que no haya corrido yo.

Con mi perrito voy,
señores, sin descansar
juerguista dicen que soy
y a mí no me importa “na”.

Luego a la tarde, reunida la gente en la plaza, comenzaba el espectáculo: Un oso, sujeto del hocico con una cadena, que se ponía de pie y daba vueltas sobre sí mismo. Una cabra que subía a una escalera de mano y hacia equilibrio en el último peldaño. Un mono saltarín que amenazaba a los niños y quitaba la gorra a los lugareños que allí concurrían. Un perrito que bailaba haciendo el pino sobre sus patas delanteras, obedeciendo a la voz de sus amos y a los toques del pandero de la zíngara…
Al terminar, pasaban la gorra y se daban por pagados con las monedas que recibían, por ese espectáculo callejero. Tomaban luego el camino del siguiente pueblo y toda la gente, quedaba esperando que volvieran al año siguiente.
Ocurrió que en una ocasión, los húngaros trajeron su oso amaestrado un tanto enfermo. No pudo aquel día dar el espectáculo y permaneció en la plaza tumbado con los ojos muy tristes, como si el final de su vida hubiera llegado. Dejaron la función para el día siguiente, a ver si el animal sanaba de su enfermedad.
Todos los niños, se acercaron a ver al oso, se compadecían de su estado y preguntaban su nombre al dueño que les contestaba: “Bano Pedrovich”.
Al día siguiente, el animal no sólo no se había recuperado, sino que además se apreciaba un empeoramiento paulatino. Los zíngaros se marcharon y abandonaron al animal a su suerte.
Los niños, se hicieron cargo del oso. Se acercaban, le acariciaban, le cuidaban dándole agua fresca y llevándole alguna comida, como racimos de uva o un mendrugo de pan. No había forma de que el plantígrado comiera nada. Una semana estuvo en ese estado, sobreviviendo sólo con el cariño de los más pequeños de la Vega y después, al séptimo día… falleció.
Entre todos los niños, cavaron un hoyo, cerca del brocal de pozo de las pilas y allí enterraron al oso que tanto quisieron y mimaron durante esos días. Los padres, pusieron encima de la improvisada sepultura una piedra lisa tumbada y sobre ella, otra de pie a modo de recordatorio.
El paso del tiempo, con sus días de viento, hielo, lluvia y granizo, así como el recuerdo de aquel cariñoso e inocente animal, se ha encargado de dar forma a la piedra, para que parezca un auténtico oso, como fue en su día Bano Pedrovich.

 


 

Cuentos de Vega de Santa María

Esta es la introducción del libro de Cuentos de Vega de Santa María, la primera publicación de Francisco Javier Jiménez Canales sobre su pueblo.

INTRODUCCIÓN

El libro "Cuentos de Vega de Santa María" recoge una serie de historias que tienen en común estar ambientados en la localidad de Vega de Santa María (Ávila). Son 22 cuentos y 6 poemas de diversa temática: humor, misterio, terror, anécdotas, drama, sucesos en definitiva que obedecen, bien a relatos fruto de la imaginación del autor, bien a historias con una base real a las que se les ha aplicado un final de cuento.

Los trabajos en el archivo municipal del Ayuntamiento de Vega de Santa María, con objeto de realizar la tesis doctoral basada en la historia del siglo XX de esta localidad, han dado como resultado el descubrimiento de ciertos episodios que no podían dejarse en el olvido. Ya sea por su curiosidad, por la particularidad de los hechos o por la importante relevancia de éstos, ha motivado que el autor les haya dado un final novelado.

Así encontramos cuentos como "El misterio del ahogado", "El perro rabioso", "Las cabras" o "Un suceso cruel", que son hechos basados en la verdad histórica en su planteamiento. Estaban escondidos en los archivos como sucesos que ocurrieron y en los que tuvieron que intervenir los munícipes. Luego, el final puede corresponder o no con la realidad.

A nuestros mayores se les dedica "Soneto a nuestros mayores". Son ellos, los que por medio de la tradición oral, nos transmiten las historias que son ahora recogidas para que no caigan en el olvido. En ellas, el autor se ha tomado la licencia de aplicarles un formato de cuento, como ocurre en el caso "La leyenda de la Bruja Picuela" o "San Benito". Hay otros muchos más relatos de este tipo que quedan para trabajos posteriores.

Algunos historias como "El cuento del tiro pichón", "El perro rabioso" o "Las cabras", introducen un personaje ficticio, Pedro Candil "Candilillo", descrito como "un inteligente muchacho, sagaz y astuto" al que se le hace protagonista de los cuentos, unas veces de manera humorística y otras con trazas de héroe.

Todas las historias, tanto las que tienen visos reales, como las que obedecen a la pura imaginación del autor, cuentan con Vega de Santa María como nexo de unión. En ellas se hace mención a lugares típicos de la localidad, como la Laguna Grande y la Chica, la Iglesia de allá, el Caño Chico, los Valles, Sansáez o el desaparecido Bajo Redondo.

Cuentos como "El vestido de la reina" o "La cesta de sonrisas", han sido premiados en concursos de relatos y narrados en la Cadena Cope. "El Romance del peregrino de Vega de Santa María", ha sido publicado en revistas como el Promotor. Otras publicaciones han albergado cuentos como "Soneto a nuestros mayores", "El bandolero" o "El pan con sorpresa".

La incorporación de seis poemas da variedad al conjunto del libro, sin apartarse de la temática de estar centrados y localizados en Vega de Santa María.

El lector encontrará en esta obra, una oportunidad de pasar un rato entretenido con la variedad de los temas tratados, descubriendo además lugares y episodios de la historia de la localidad, sitios que están ahí, escenarios que fueron testigos de algunos de estos hechos y que se han querido perpetuar.

Si son ajenos a este pueblo al que refieren los cuentos, deben saber que, las gentes de Vega de Santa María, tuvieron siempre una inquietud cultural que les diferenciaba de otras poblaciones, bien sea por la profesionalidad o calidad humana de los maestros que han sido titulares de las escuelas públicas y encargados de instruir a los alumnos, bien por las lecturas que realizaban los mayores para representar obras de teatro, o bien por los diversos periódicos a los que numerosos vecinos estaban suscritos.

Con la esperanza de que los nuevos lectores, amigos de Vega de Santa María, tengan el mismo amor a la cultura que sus antepasados, se pone en sus manos este libro esperando que sea del agrado de todos y confiando en que sea el primero de una larga serie de cuentos de la Vega.

Mayo de 2014

Así empieza el libro...

 

UNA CESTA DE SONRISAS

 

Paseaba una niña con una cesta de la mano, por las calles de Vega de Santa María. Se dirigía a la Casa de la Amistad, de la que había oído hablar, pero no conocía muy bien su ubicación. Sus pasos le guiaban por las calles, bajo los árboles, pegada a las casas, buscando con la mirada, una placa con un nombre, una señal, que la diera una pista para acercarla a su destino.

No tenía rumbo concreto y a todos los vecinos que veía preguntaba con sencillez:

-Señor, ¿me indicaría usted, por dónde puedo llegar a la Casa de la Amistad?

-No sé de ese lugar. ¿En dónde se encuentra? Nunca oí hablar en este pueblo de ello, ni de cosa parecida. ¿De dónde eres tú niña, que sola viajas y tan extrañas preguntas haces?

La niña sacó de su cesta una sonrisa y la dejó sobre el canto de la puerta donde aquel señor reposaba.

Más adelante encontró una señora barriendo la entrada a su hogar y la preguntó:

-Señora, ¿me indicaría usted, por dónde puedo llegar a la Casa de la Amistad?

-¿La Casa de la Amistad? En este pueblo no existe. Tal vez hayas confundido el nombre y sea cualquier otro edificio de este bonito lugar. ¿De dónde eres tú niña, que sola viajas y tan extrañas preguntas haces?

La niña volvió a sacar de su cesta otra sonrisa y la dejó al lado de la señora que barría, mientras ella continuó con sus pesquisas.

Encontró después un herrero que trabajaba a la puerta de su fragua:

-Señor herrero, ¿me indicaría usted, por dónde puedo llegar a la Casa de la Amistad?

-Por aquí no existe ese lugar, ni yo mismo lo conozco, ni nunca oí hablar de él, que llevo trabajando en la fragua de la Vega muchos años y nunca nadie preguntó por ese extraño lugar. ¿De dónde eres tú niña, que sola viajas y tan extrañas preguntas haces?

La niña metió su mano en la cesta y le dejó al herrero otra sonrisa, marchándose sin la respuesta correcta.

Continuó su dubitativo camino y vio más allá a un anciano sentado en un banco de la Plaza, reposando de un paseo y, acercándose le inquirió:

-Señor, ¿me indicaría usted, por dónde puedo llegar a la Casa de la Amistad?

-¿La Casa de la Amistad? Desde que nací no me preguntaron algo igual, y si no lo hicieron es porque no existe, que yo serví a todo el que me requirió y a todos ayudé desde mi existencia. Siéntate a mi lado y espera que llegue quien pueda saberlo, si es que es real. Mientras, dime niña ¿de dónde eres tú, que sola viajas y tan extrañas preguntas haces?

-Tengo que encontrarla, señor -dijo la niña- si no, estaría en su compañía un rato para entretener su descanso. Quédese con este regalo mientras tanto, y dé gracias a Dios porque tuvo una vida útil, de la que aún puede disfrutar.

Sacó una sonrisa de la cesta y se la entregó al longevo.

Se halló con un joven después que caminaba frente a ella, le paró y le dijo:

-Perdón joven, ¿me indicarías por dónde puedo llegar a la Casa de la Amistad?

-De eso no sé. Nunca supe nada de ese lugar. ¿De dónde eres tú niña, que sola viajas y tan extrañas preguntas haces?

Al comprender la ignorancia del joven, dio la vuelta dejándole una sonrisa de la cesta y emprendió camino en otra dirección, encontrándose con todos que, reunidos, comentaban la extraña presencia de la niña, preocupándose, porque el día acababa y en dónde pasaría la noche. (...)

 

 

 

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