Llega el sol a mi habitación momentos antes de que suene el despertador. Me cuesta, como cuando niño, levantarme de la cama, aunque ahora me motiva más salir a respirar el olor del jardín recién regado, del que se han ocupado mi madre Lucía, y su vecina Matilde.
El sol castiga la pereza, el desayuno espera y la voz de mi madre alienta los primeros ánimos para empezar el día. Un sonido dice que ha comenzado la actividad en el barrio, son unos ladridos, que advierten que la calle se mueve, y que en ella están presentes sus protagonistas: las dos vecinas que riegan el jardín en animable conversación matutina y Sayaka, la perra de Matilde que acompaña a donde quiera que va, se hace siempre presente denotando la presencia de su ama.
El color de Sayaka es blanco, como la luz del día, ese que empieza a las ocho o tal vez antes, con las campanadas del reloj de un pueblo lejano. Sayaka ha salido a la calle a empezar a vivir. Su presencia es una toma de contacto con la gente que empieza a saludarse y desearse buenos días. Aquí, en este pueblo pequeño de Castilla, todo el mundo se conoce y la primera tarea es conversar con el vecino para retomar la última conversación dejada por la noche.
En el jardín de mi calle juega Sayaka, se entretiene buscando algún topillo mientras Lucía y Matilde hablan, esperan al panadero, a que llegue con su furgoneta blanca y las puertas abiertas dejando salir el olor a pan recién hecho, y el de las magdalenas que se sujetan sobre los tetra brick de leche y las cestas de pan. Para Sayaka es un manjar prohibido, pero sabe que tiene que estar allí junto a su ama y así cumple la primera tarea de atender al panadero.
Aquí no hay tiendas ni comercios, sólo un bar que abre a las nueve y cierra también a las tantas, porque a lo mejor la partida se ha prolongado.
No hay comercios, y sobran, pues el pan viene a diario, el pescado al tercer día, la fruta los martes y jueves, la carne los sábados y el butano los lunes. Eso lo saben los vecinos y están atentos a cada una de sus demandas para satisfacerlas, pero también lo conoce Sayaka, que sabe distinguir los cláxones de los diferentes vehículos de los comerciantes y se altera un poco cuando eventualmente llega un camión vendiendo sandías y melones o una furgoneta con ropa.
Sayaka, dueña de su calle, se queda mirando a los comerciantes que venden sus productos mientras dejan la radio del vehículo puesta con la sintonía de los programas tan sosos de RNE.
Es tan dueña de la calle Sayaka que no se corta en perseguir a los gatos que merodean tras el pescado buscando la sardina escasa de frescura que les echa la pescadera.
Lucía y Matilde observan con cariño a Sayaka y comentan sus movimientos, sobre todo lo complaciente que es con el gato Suker, que también vive en casa de Matilde.
Por la calle de Sayaka pasa los miércoles la oficina móvil de la Caja de Ahorros. En unos altavoces suena una cinta con canciones de la Pantoja : con las orejas tiesas y con el rabo en tensión, sentada sobre la acera y con la mirada fija, como si entendiera la música, mira expectante “debe ser fin de mes” –pensará Sayaka, a ver cómo es de requerida la oficina bancaria. ¿O es que la perra entiende de economía y no quiere que la Caja de Ahorros se vaya nunca de aquí?
Matilde y Lucía son muy buenas amigas y los comentarios y conversaciones que tienen, yo creo que son entendidos perfectamente por Sayaka, o si no ¿cómo se entiende la actitud de esta perra ante la presencia de cada transeúnte de esta calle? ¿Cómo se explica si no que Sayaka quiera perseguir a los gatos del pescado, permanezca inmutada ante el frutero, ladre la marcha del dinero, y haga guardia con el carnicero?
Que los perros entienden a los hombres está probado, pero que Sayaka sabe lo que pasa en mi calle también puedo certificarlo, sobre todo cuando su actitud cambia ante los que venden, los que compran, los que simplemente pasea, los que bajan a misa o los que nos despertamos respirando el olor del césped recién regado.
Así es la calle de Sayaka, llena de cosas que pasan durante toda la semana, y con una protagonista especial que esta pera de Matilde, testigo inseparable cuando se producen las conversaciones con su vecina Lucía.
Hoy que Sayaka ha muerto, ha dejado un vacío grande en la calle, que ya no parece tan ululante y tan llena de frescura. Hoy también han quitado el jardín y lo han empedrado: ya no huele a verde recién regado.
Sayaka ha dejado una descendiente, se llama Luna, pero es muy difícil explicarla la diferencia del sonido de las bocinas de los vehículos, qué ofrecen y qué vende cada uno. Luna no persigue los topillos del jardín. Suker también ha desaparecido. Sólo perdura en la calle de Sayaka la amistad inseparable de Matilde y Lucía.