Hace sólo unas décadas, mediado el siglo XX, España seguía siendo inminentemente agrícola. Castilla era una de las regiones de mayor importancia en la producción del cereal. Las comarcas abulenses del norte y centro de nuestra provincia, eran explotadas por campesinos para los que el trigo era oro y vida, y sobre el que transitaba la economía de gran parte de la población y el motor de la nación que comenzaba a industrializarse.
Aquellos viejos agricultores vivían pegados a la tierra, encorvados para mirarla más de cerca, arrimando sus lágrimas del dolor y el sacrifico a los surcos donde depositaban sus semillas y esperaban el fruto. Atados en espíritu a la madre tierra, conservaron su sapiencia recibida de sus antecesores y la trasmitieron a sus hijos, con el deseo de que estos fueran capaces de dominarla, de explotarla más rentablemente, de que pudieran hacer de aquel inmenso trabajo, una empresa productiva y que consiguieran vivir dignamente de la agricultura.
Muchos fueron a buscar nuevos horizontes a la ciudad, al extranjero, adonde se ofreciera un trabajo más llevadero, que el sacrificio fuera menor y se les permitiera vivir con la comodidad que no les ofrecía el pueblo, aquella patria chica que pretendía mitigar el hambre de la posguerra con los escasos frutos de la tierra.
Otros quedaron, unieron su destino al avance tecnológico que se apuntaba en el campo, cogieron en renta aquellas propiedades abandonadas por los emigrantes, instruyeron a sus hijos en las técnicas agrarias más novedosas. Administrativamente se acogieron a aquel Régimen Especial Agrario, de la Seguridad Social, que hoy subsiste como germen de las empresas familiares agrarias y comenzaron a vivir, como nuevos agricultores.
Aquellos viejos agricultores cultivaban las tierras “ a dos hojas”, sembrando un año y dejando descansar en barbecho al siguiente. Comenzaban la preparación de los campos, por el mes de noviembre o diciembre en la primera labor de preparación del terreno: era “el alzado”, surcar la tierra con el arado romano tirado por bueyes, fuertes y robustos, que vivan bajo el mismo techo que sus amos.
Terminada esta labor, tocaba “binar” o darle segunda reja, rajando el surco: si las condiciones climáticas eran favorables y la disposición económica era buena, se daba una tercera vuelta; era “terciar”.
Sobre aquella tierra terciada, se sembraba “a voleo”, lanzando el puño lleno de grano sobre los surcos bien marcados en la tierra, según se cogía del costal, atado sobre el pecho y bajo el brazo izquierdo: Era una labor importante: previamente se cortaban los cardos con la azada, dejando la tierra limpia para recoger la semilla que caía al bajo del surco. Siempre mirando la cielo, buscando las fechas más propicias: 29 de septiembre, San Miguel; 21 de octubre, las once mil vírgenes; 2 de noviembre, el día de las ánimas. Como 35 a 40 kilos de simiente por obrada. Luego la pareja de mulas araba sobre el surco, rajándolo y tapando la simiente. Y a esperar la nacencia. Y a esperar las lluvias o una buena nevada que trajera el año de bienes.
Para alimentar el ganado y buscar rotación de cultivos, en las mejores tierras se sembraban plantas leguminosas: las vezas, y las algarrobas. La fecha propicia era a últimos de septiembre. La veza era el alimento de las mulas: se segaba en verde, para forraje y se acompañaba en la postura de comida al ganado con la cebada en grano. La algarroba era el pienso de los bueyes, junto con paja molida. También se comercializaba su grano y se segaba hacia el 7 de junio. La cebada que se sembraba se consumía en casa, para alimento de las caballerías y para la cría de algún cerdo, que esperaba paciente en la pocilga del corral de la casa, su San Martín.
Los hielos del invierno favorecían el exterminio de las plagas de primavera y eran bien venidos. Los temidos eran los de mayo que quemaban la planta.
Llegado febrero se iba a aricar o “pitorrear”. El pitorreo consistía en meter el arado por el bajo del surco, arando muy superficialmente, con orejeras pequeñas que erradicaban las malas hierbas acompañaban el tallo de la planta en su crecimiento.
Entrando marzo se abonaban los campos a mano, poniendo 30 o 40 kilos por obrada, de ese nitrato de cal, aquel que venía de Noruega o de Chile y se anunciaba en grandes letreros colocados en las paredes de edificios de lugares de paso, formados por mosaicos de azulejos pintados de blanco y azul añil.
Después se “arrejacaba”, con el arado por el bajo del surco, se limpiaban las malas hierbas de primavera y se tapaba el granulado del abono.
Cuando la planta del pan cogía altura, favorecida por las lluvias de abril, volvían a echarse al campo hombres y mujeres, cuadrillas de escardadores, armados con azuelos, que subían y bajaban los surcos con cánticos del folclore que difundía la radio o trasmitían las generaciones anteriores.
Por San Juan, el 24 de junio, comenzaba la siega de la cebada. Las cuadrillas venían de regiones del sur, de pueblos de Toledo, de Extremadura, andaluces, gallegos, que llegaban en bicicleta. Se contrataban en Ávila, eran cuadrillas de cuatro segadores: el mayoral que abría el surco y dos que acompañaban a izquierda y derecha completando las gavillas, detrás otro hombre ataba, juntaba los fajos de mies en un haz que ceñía con los atillos de amo. Les ofrecían la manutención: cocido diario y buen vino, sopas de ajo por la mañana, longaniza y torreznos de matanza y de cena unas judías, o patatas con conejo, o huevos y más vino.
Llega el calor sofocante, el acarreo, hacer la parva con tres o cuatro carros de mies, deshacer los haces, la trilla, voltear la parva, recoger, aventar, barrer, llenar costales, el almuerzo en la era, dormir en la era, vivir en la era...
Los nuevos agricultores tampoco lo tienen fácil. Sus modernas máquinas, sus poderosos tractores, alivian el trabajo físico, el corporal: la vertedera, los modernos arados, la sembradora de precisión, los herbicidas, las cosechadoras que trillan y empacan, todo ello pensado para sacar el máximo rendimiento al campo,
Pero a cambio están obligados a desarrollar una ingente actividad intelectual, sobre la que nadie les ha formado. Están obligados a conocer de administración de empresas, de matemática, de economía, de química fitosanitaria, de mecánica práctica, de leyes comunitarias europeas, de normas medioambientales, de hipotecas, de finanzas. Todo un amplio abanico de conocimientos que ninguna otra actividad mercantil precisa.
Pero si esto fuera poco, se ven obligados a estar ojo avizor a las ayudas, cada vez menores de compensación se sus rentas con otros agricultores europeos, y para conseguirlo, para desarrollar su actividad empresarial, también se les obliga a cumplir una serie de buenas prácticas que permitan la conservación del medio ambiente.
Los nuevos agricultores son objetivo de todas las críticas y acusados de todos los males, unas veces de catástrofes naturales, como incendios, vertidos contaminantes etc. Otras, por las exigencias de quienes buscan en el veraneo, la paz y la tranquilidad del campo, que no tienen en las ciudades y a los que les molesta el ruido, los olores y cuantas consecuencias sean achacables a la práctica agrícola y ganadera.
También su producción es objetivo del ataque de lobos, de manadas de conejos, de bandadas de palomas, de aves migratorias... como si estuvieran obligados a alimentar con su explotación a toda la fauna, siéndoles impuesto sembrar en unas fechas, segar en otras y convertirse en auténticos guardas forestales.
Las ayudas que reciben, están condicionadas a una serie de prácticas y hábitos agrícolas que protegen, respeten y mejoren el medio ambiente, agrícola. A estas normas la llaman “condicionalidad” y recoge la obligatoriedad de crear en sus tierras zonas de refugio para fauna silvestre, abandonar el cultivo de franjas de 10 x 2 metros por cada hectárea sembrándola de setos leñosos, dejar de recoger un dos por mil de lo sembrado, plantar un árbol por cada 5 has. no labrar con profundidad mayor de 20 cms. no arranca frutales secos, no cultivar entre el 1 de abril y 30 de junio, ni entre el 1 de septiembre y el 15 de enero; picar con la trilladora los restos de cosecha, llevar un libro de registro de estiércol y purines.
Las normas son muchas, las labores burocráticas demasiadas, las rentas muy cortas, los beneficios dudosos...
La agricultura esta obligada a vivir en consonancia con el medio ambiente.
Los nuevos agricultores están condicionados por las normas impuestas por las diversas Administraciones Públicas, convirtiéndolos en una especie protegida al borde de la extinción.